Follar es, entre otros, componer en hojas algo. Aquí se folla. Muchísimo (en verdad no tanto como quisiéramos).

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Un Tulipán para Toro.

Se llamaba Juan Baca, pero le decían “Toro” por la forma graciosa en la que arrastraba los pies un instante antes de patear el balón. Toro creció jugando fútbol y celebrando los goles que el arte de sus piernas le había permitido celebrar. Tenía 13 años y lo único que deseaba por su cumpleaños era una pelota de fútbol nueva. El papá de Toro, que trabajaba en el Estadio Nacional dando mantenimiento a las canchas, le había prometido que si lograba pasar todos los cursos de la escuela le iba a conseguir una pelota de las que usaban los jugadores profesionales. A Toro no le preocupaba la dificultad de las materias escolares para cumplir la tarea encomendada por su padre, lo que le tenía contrariado, era lograr concentrarse en clases con la compañera de carpeta que le había tocado en el semestre corriente. La niña, en palabras de Toro, era hermosa como un gol de taco después de haberle roto la cintura a toda la defensa del equipo contrario. En efecto, la vecina de pupitre de Toro, que se llamaba Tulipán, tenía adornado el rostro con ojos de pestañas larguísimas que parecían abanicar pétalos de flores hacia la cara de Juan Baca cada vez que ella le regalaba una mirada. También tenía una naricita particular, pequeña y redondeada, y que en cada suspiro, hacía que Toro respirara de las burbujas de aire azucarado que ella echaba. Su boca no se quedaba atrás. Con unos labios rosados como muñeca de porcelana, era como un capullo desesperado por abrirse y dejar salir las mariposas azules que eran cada una de las palabras amorosas que Toro le escuchaba decir, aunque Tulipán le pidiera tan sólo un borrador o una hoja de papel.

A Tulipán le hacía gracia que a Juan Baca le dijeran “Toro”, primero porque al guardaespaldas que le había asignado su padre le apodaban “Torete” y era contrastante la diferencia entre Toro y él, y segundo porque Toro tenía un rostro más bien atigrado, con ojos amarillos que le venían de herencia de su papá y sombritas negras alrededor de los labios, que hacían suponer un futuro barbudo en Juan Baca. Además, una tarde durante el recreo, un tiro largo de pelota terminó en la copa del roble antiquísimo que adornaba la entrada a la escuela, y Toro, convertido en un verdadero tigre, trepó el roble como si las grietas del árbol fueran escalones preparados para sostenerle. Con una destreza desusada, Toro trepó hasta alcanzar la copa del enorme roble y su encuentro con el balón secuestrado fue como el abrazo interminable de Rapunzel y su príncipe.

Los días en la escuela iban y venían y, aunque Toro había reunido suficiente dinero para invitarle un helado a Tulipán, aún no había juntado el coraje necesario para pedirle una cita. Todo el equipo de fútbol sabía que Tulipán era la chica de Toro, así que ninguno se atrevía, más allá de ver a la niña como una verdadera flor, a realizar un movimiento hacia ella. En contraste, las niñas de la clase, que veían en el capitán del equipo a una verdadera estrella del fútbol, constantemente iban a la cancha del barrio a animarle y también le esperaban al final de cada recreo para ofrecerle una botella de agua o una toalla para secarse el rostro. Tulipán no iba a los partidos en la cancha del barrio, no porque no le gustaran, sino porque las niñas, que sabían que ella era la dueña de los pensamientos de Toro, le hablaban poco o nada. Además, Tulipán siempre tenía que estar acompañada de uno de los guardaespaldas de su padre, lo cual hacía más que imposible que alguna de las niñas, o incluso Toro, pudiera acercarse a ella.

Pero un día pasó lo que nadie esperaba. Era la entrega de notas en la escuela y también la víspera del cumpleaños de Toro. La profesora iba llamando uno a uno a los alumnos que se podían ir a casa pues habían aprobado todos los cursos. A la primera que llamó fue a Tulipán Alegre y en segundo lugar a Juan Baca, ambos salieron al patio y Tulipán, al notar que Torete estaba distraído con la morocha que atendía el kiosco de la escuela, le propuso una salida furtiva a su compañero de carpeta. Él aceptó sin pensar en lo que estaba haciendo, sin saber a dónde irían, qué harían o cuánto tiempo le tomaría a Torete darse cuenta que Toro se había atrevido a arrancar el Tulipán del jardín que le tocaba resguardar con esmero. Tomados de la mano y dejando que el viento tibio desordene sus cabellos, Tulipán y Toro corrían por la calle riendo como si el sol de la tarde les hubiera contado la mejor de las bromas. Rápidamente llegaron a un parque y decidieron sentarse. Tulipán rompió el silencio de la abrupta cita vespertina para decir “Tienes ojos de Tigre, Juan Baca”. Sonrojado, Toro quería decirle a Tulipán que ninguna de las flores del parque le hacía competencia a su belleza, que sus ojos derramaban pétalos de flores, que por su nariz salían suspiros de azúcar, que de sus labios se escapaban mariposas azules. Pero, cuando entreabrió la boca para tratar de expulsar alguna frase de mediana coherencia, Tulipán lo sorprendió con un beso suave que se prolongó como el cauce de un río cuyo final se pierde en el horizonte. Toro sintió las mariposas azules bailando en su estómago, los suspiros de azúcar jugando en sus pulmones y los pétalos de flores quedándose a vivir en sus ojos.

“¡Tulipán!” gritó Torete a la distancia cuando avizoró que la pequeña a su cuidado estaba en el parque. Tulipán se puso de pie y se fue corriendo hacia su guardaespaldas, dejando a Toro sentado y atónito. No habían podido despedirse, quedar en verse al otro día, ni nada. Pero Toro no podía moverse, se había quedado embriagado por el sabor de Tulipán en sus labios, además de inmovilizado por la mirada inquisidora de Torete a la distancia. Al día siguiente, el papá de Toro lo despierta con una pelota nueva, como la que usan los profesionales en el Estadio Nacional. Y Juan Baca, que casi no durmió pensando en el beso del día anterior, mira el balón contentísimo y lo primero que piensa es en ir a mostrárselo a Tulipán.

Camino a la casa de la niña que lo ha besado y con su nuevo compañero jugueteando entre sus pies, Toro piensa en lo afortunado que es y en lo feliz que está. Cuando está a pocas cuadras de la casa de Tulipán, un letrero de “Se Vende” lo desconcierta. Se acerca más y nota que la casa, aunque perfectamente arreglada por fuera, está absolutamente vacía por dentro. Un adormecido guardián le hace saber que la familia Alegre se ha ido, que al Sr. Alegre lo transfirieron a otra ciudad. Impactado, corre a la estación a intentar alcanzarlos, él sabe que los trenes a la capital salen sólo a las once y son las once menos cuarto. Con el balón sirviendo de combustible a sus pies, Toro corre y nuevamente deja que el viento lo despeine. Ya en la estación, son las once menos dos y el tren ha empezado su avance. Toro corre entre la gente, el balón lo guía, las mariposas azules aletean sin parar, los suspiros de azúcar le aclaran la garganta y los pétalos de flores le ayudan a mirar entre las ventanillas para encontrar a Tulipán. “¡Tulipán!” empieza a gritar Toro, y no le importa si la gente voltea a mirarle, si lo escucha Torete o si lo oye el Sr. Alegre. “¡Qué todos lo sepan!” parecen traducir sus gritos en cada llamado a la niña que lo ha besado.

El tren avanza cada vez más rápido, son las doce en punto y por la chimenea se escapan humos que parecen decir adiós a las personas que se quedan en la estación. Toro sigue corriendo y, cuando las piernas están a punto de fallarle, Tulipán se deja ver por una de las ventanillas, humedeciendo sus mejillas con lágrimas que salen de esos ojos que hasta el día anterior sólo botaban pétalos de flores. Toro detiene su carrera y se queda mirando a Tulipán. Instintivamente, arrastra los pies sobre el asfalto y patea el balón con todas sus fuerzas, éste entra por la ventanilla y termina en las manos de su compañera de carpeta, sorprendiendo a Torete, al Sr. Alegre y sobretodo a la niña. El padre de Tulipán mira el balón y lo reconoce en el acto, es la pelota profesional que le entregó al Sr. Baca, por ser el mejor trabajador del mes en el Estadio Nacional que, hasta el día de ayer, el Sr. Alegre regentaba. De inmediato, el padre de Tulipán hace que el tren se detenga aduciendo una emergencia personal. Desde afuera, Toro se ensordece un poco con el sonido del tren frenando sobre los rieles, pero aún medio sordo, llega a escuchar el latido de su corazón que golpea su pecho buscando salirse. Una vez detenidos los vagones, el Sr. Alegre baja con la pelota en la mano y se encuentra cara a cara con Toro. “Creo que esto es tuyo”, le dice. Toro se mantiene en silencio. “Alguien quiere despedirse de ti”, agrega. En ese momento, por detrás de Torete, que también ha bajado del tren, aparece Tulipán, que se acerca a Toro y le entrega el balón que su papá acaba de darle. Como la última vez que se vieron en el parque, Toro no es capaz de articular frase alguna y, nuevamente, es Tulipán quien rompe el silencio diciendo “Tienes los ojos amarillos, Juan Baca”. Con un abrazo largo, Toro rodeó a Tulipán como el día que se prendió del roble para rescatar la pelota de fútbol atrapada en la copa. Una lágrima llegó a la comisura de los labios de Tulipán, era una lágrima de Toro. Tulipán lo besó en la mejilla y suspiró dejando sentir, por última vez, el aire azucarado que de ella brotaba. “Te quiero”, dijo Juan Baca. “Te quiero más” dijo Tulipán Alegre y tomó la mano de Torete para subir al tren.

No se volvieron a ver nunca, pero, hasta el día de hoy, Toro recuerda a Tulipán cuando huele el dulce del algodón de azúcar y Tulipán recuerda a Toro cuando el sol brilla muy fuerte, regalándole un destellante e inconfundible color amarillo.

Ama de casa desesperada



El piso de casa brilla y estoy orgullosa de ello. Inexplicablemente entusiasmada, le he echado BLEM y luego he bailado, con furia caribeña, salsa cubana sobre cada una de las piezas de parqué que lo conforman; creo que voy a postularme como lustradora de pisos y obtener gran beneficio económico de esta decisión. Veo mi sombra –de la que no estoy tan orgullosa- remarcada sobre el suelo reluciente y, por un momento que luego se esfuma, me excita ser una maruja de veintitantos. Debo bañarme. El sudor del baile me ha pegado la ropa al cuerpo. Y no, no es sensual (acabo de comentar el infortunio que es mi sombra, pero lo reitero en caso que haya pasado desapercibido). Abandono mis zapatos lustradores hechos de camisetas viejas y voy en dirección al baño. Maldita sea, me estoy cayendo. Abro los brazos buscando asirme de algo y así evitar un beso apasionado con el suelo; para mi sorpresa, aleteo grácilmente: si estuviera en el aire sería una gaviota; si acaso viviera en el agua, un axolotl. Como la suerte me suele ser esquiva, estoy en la tierra, totalmente sola y a centésimas de segundo de desnucarme. Una vez leí que si un árbol se cae en medio de un bosque y nadie está ahí para presenciarlo ¿realmente se cayó? ¿soy capaz de asegurar que hizo un ruido al resquebrajarse, al caer? Increíble lo que puede venir a mi memoria cuando estoy a instantes de quedar en estado vegetal. Me he caído. Tengo la mirada puesta en el techo de casa; es blanco. No sé si he quedado cuadripléjica; no me importa. Mi piso de parqué huele espléndido y me excita. Aunque sea en sueños, voy a hacer el amor con él.

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Descripción insólita de un orgullo complacido.

Grito (*)

Yo camina desconcertada por la calle y de pronto se sorprende a sí misma en la puerta de la casa de Tú. Sin pensarlo demasiado, saca un anotador de su bolso y empieza a escribir.

Querido Tú:
Tengo envidia de tus cejas porque están cerca a tus ojos; siento pena de mis cejas porque están llenas de quejas.
Tengo envidia de tu boca porque emana tus suspiros; siento pena de mi boca porque no llena tu copa.
Tengo envidia de tus manos porque rozan tus lugares; siento pena de mis manos porque son de mil extraños.
Tengo envidia de tu llanto porque danza por tu cara; y siento pena de mi llanto... porque es tanto que no aguanto.

Yo escribe su nombre al final de la nota, dobla el papelito y lo pasa bajo la puerta de Tú. Luego sigue caminando más desconcertada que cuando empezó, aunque ahora su bolso pesa mucho menos que antes.


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Este cuento es una adaptación de este otro escrito.

Dear QT:

I was at my best friend’s birthday and it was past midnight. The house had four rooms for each of the VIP guests: Siu nin, Wong Fei, Hung ji & Tit Ma Lau. So, I had a true romance with this bunch of reservoir dogs right there. Then I went to my hostel and told Jackie Brown how this all happened from dusk till dawn. She said it was all pulp fiction so I told her to take a hell ride to go and kill Bill and show me some death proof afterwards. She said she won’t do it cuz she ain’t no natural born killer. I’m not doing it either cuz I ain’t curdled anymore. Especially after sheriff Daltry Calhoun forgave me for killing Zoe. I’m fed up with this sin city cuz it’s full of inglorious bastards that I could finish on a killshot just out of freedom’s fury. But as I said, I don’t wanna live in Planet Terror again. My name is Modesty now. One day I asked God to bring me peace and God said “Ha!” So I’m still here, waiting for you to dance me to the end of love.

Regards,

Me.

Valeria y su reflejo.

Allá donde los lamentos no llegan, Valeria se sumerge y danza con su propio reflejo. El mar entibiado de la costa caliente le sirve de espejo a esta niña que todas las noches le pide a los corales que le permitan volverse delfín. Valeria tiene el cabello del color de las estrellas de mar y su piel se confunde con arcilla recién horneada. Sus ojos son color esmeralda como el mar que la cobija durante horas mientras ella busca a sus papás. La mamá de Valeria se perdió una noche de luna nueva cuando salió a caminar sin conocer el camino y terminó en el mar para no volver jamás. El papá de Valeria, un mes más tarde, quiso buscarla y tampoco encontró el camino de retorno sino hasta una semana después, cuando el agua lo devolvió con los ojos cerrados para siempre. A Valeria le gusta pensar que sus papás siguen metidos en el mar, que son delfines que se sumergen y danzan con ella y con su reflejo. Nadie entiende porque Valeria es tan feliz cuando está en el mar. Ella lo sabe y no se lo cuenta a nadie. Cada tarde antes de que caiga el sol, Valeria se pone los aretes de espejitos de colores que le regaló mamá y también la peineta de caracoles que le hizo papá. Con ellos, se sumerge en el mar y su reflejo deja de ser suyo y toma la forma de sus padres. Valeria es un delfín cada tarde antes de que caiga el sol. Un delfín de caracoles y espejitos de colores. Allá donde los lamentos no llegan, Valeria vive y nadie sabe qué come o dónde duerme, pero todos saben que es feliz, aunque nadie entiende porqué.


Un sombrero para Morocha.

Morocha se extravió en la feria. Se fue siguiendo a un señor de sombrero a rayas y su mamá la perdió de vista. El sombrero a rayas era hermoso y Morocha hubiese dado todo para probárselo. Algunas rayas eran naranjas y otras marrones. A Morocha le gustaba pensar que el sombrero no era tal cosa sino que un tigre bebé durmiendo sobre la cabeza del señor al que estaba siguiendo desde que su mamá la perdió de vista. “¿Alguno vio a Morocha?”, preguntaba la mamá a todo aquel que se le cruzaba en el camino. “Se escapó el tigre de su jaula!” gritó el boletero de la feria haciendo que el gentío corriese en todas direcciones. El señor de sombrero a rayas también corrió y Morocha trató de seguirle el paso sin entender lo que ocurría y preocupada porque el tigre bebé pudiera despertarse de dar tantos rebotes en la cabeza sin pelos de aquel señor. El sombrero a rayas se cayó. “¿Alguno vio a Morocha?”, sollozaba la mamá a la vez que corría tratando de escapar del tigre suelto. Morocha se abrió paso entre la gente para recoger al tigre bebé y acurrucarlo en su cabecita. De pronto, se vio elevada hacia los cielos por los brazos del señor que hasta hace un instante ella seguía. “Mujer, ¿Es esta su hija?”, preguntó el hombre. “¡Morocha!” gritó emocionada la madre y luego exclamó para su hija: “¿Dónde te metiste pequeña? ¡Hay un tigre suelto!”. A Morocha se le abrieron los ojos y respondió ilusionada: “Es un tigre bebé, mamita. No te preocupes, que está dormido aquí”.

La abdicación del dorado.

En ese momento del año no era común salir tan temprano pero él quería aprovechar el tiempo que le quedaba. Eran las cuatro de la mañana y ella aún estaba despierta, aunque no tan resplandeciente como lo suele estar a la mitad de la noche. Se miraron, derramando la luz a la que todos estamos acostumbrados, cada uno a su manera. Él iluminaba con un dorado tibio, y es que aún era muy temprano; y ella resplandecía con una plateado sedoso que se iba apagando para cederle paso a las ráfagas de luz de él, que tan desesperado estaba por sacarle el jugo a las horas que, insensibles al final inminente, pasaban como si de cualquier día se tratara. Ella tenía para dos horas más de baile en el cielo, pero le conmovía tanto la imagen de su nostálgico compañero que decidió cederle las piezas que le quedaban por danzar. Cuando ella se fue a dormir, él brilló con más fuerza y calentó desusadamente para la época del año.

Los vecinos salieron a las calles con ropas delgadas, los niños compraron paletas heladas, las abejas polinizaron los girasoles que daban vueltas y carcajadas disfrutando tan inusual situación, y los reportes del tiempo botaban resultados no concordantes con la estación invernal que se supone debía vivirse. Eran las diez de la mañana y había pues un ambiente de celebración en el pueblo, pero, como en toda fiesta ostentosa, los invitados se divertían a rabiar mientras que el dueño del ágape no la pasaba tan bien. Aunque su exterior hacía suponer que compartía el regocijo de los demás, lo cierto era que en su interior habitaba una enorme pena. El caballero de armadura dorada fulguraba fascinante por fuera y a la vez se congelaba por dentro, consumiéndose poco a poco, como las horas que pasaban y le acercaban a su inaplazable final.

Tratando de hacerle menos dolorosa la espera, el viento silbaba sus mejores tonadas, incluso se unieron los jilgueros y los mirlos, pero la belleza musical que prodigaban no hacía más que recordarle todo lo que ya no tendría al caer la noche, en aquel, su último día. Las campanas sonaron anunciando las dos de la tarde. “No estés triste”, le dijo el agua de la fuente que dejaba que la luz se reflejara en ella formando fastuosos colores. “No te apenes”, le dijo el algarrobo que tantos años había compartido con él, ayudándole a dibujar una magnífica sombra para los vecinos que gustaban de sentarse a descansar en la plaza. “¿Cómo no estar triste?” respondió él sin dejar de resplandecer. “¿Cómo no apenarme si no hay mañana para mí?”, sentenció al final. “Llamaremos a las nubes y ellas te ocultarán”, dijo el arco iris, siempre tan soñador. “Soy la estrella más grande del espacio” dijo él. “No me puedo ocultar”. Ya eran las cuatro de la tarde y, al escucharle, las nubes se sintieron inútiles y empezaron a llorar llenando con gotas de lluvia triste toda la ciudad. Los niños, que aún no se habían terminado las paletas heladas, corrían divertidos buscando donde ocultarse del agua que caía del cielo. Las abejas y los girasoles no comprendían, y los reportes del tiempo ya no se atrevían a salir impresos de la máquina meteorológica.

Cuando fueron las seis de la tarde, el viento empezó a silbar más fuerte, como lo suele hacer cuando se asoma la llegada de la noche. Por el frío, los jilgueros y mirlos buscaron cobijo dentro del algarrobo, que miraba entristecido como su sombra se iba haciendo pequeñita hasta desaparecer por completo. El arco iris, que se había quedado dormido encima de una nube, le dijo a la lluvia que dejara de caer tan fuerte, que le permitiera a la estrella más grande del espacio brillar un instante más. Y la lluvia, aunque estaba muy triste y le costaba demasiado detener su llanto, hizo un esfuerzo y se contuvo para dar paso a los relámpagos dorados de la bola de fuego que vive en el cielo.

Los vecinos pensaban que el día estaba muy loco. Catorce horas de resplandor habían pasado y sólo unos momentos más de pronto ocurrirían. Y apareció ella. Aquella que se había ido a dormir más temprano para regalarle unas horas adicionales de goce a su compañero de armadura dorada. Estaba hermosa y lista para reinar, vestida de plata sedosa y adornada con las primeras estrellas que llegaron a la cita nocturna de cada final del día. Él la miró por un instante que se hizo eterno en el tiempo malévolo que se hacía efímero. “No quería que fuera así”, dijo ella lamentando su destino lleno de emociones encontradas. “Hace millones de años, cuando nací, sabía que el día de mi muerte llegaría” dijo el sol con voz estremecida. “Nada me alegra más que saber que tú, luna inusitada, serás la reina de la tierra. Hoy me acabo yo, pero hoy también empiezas tú mi perla del cielo. En el espacio, tu luz de plata fulgurará, como debió ser siempre”. Y diciendo esto, el sol se ocultó detrás de su viejo amigo el algarrobo y terminó de congelarse por dentro, hasta que se volvió una inmensa esfera de hielo que la luz de plata que destellaba la luna derritió muy despacio y, nuevamente, empezó a llover en la ciudad. Después de hoy, el sol no estará más, pero sus lágrimas doradas mojarán por un tiempo las veredas de todos lados. En la plaza, los vecinos que no entienden nada, comentan qué diáfana está la luna esta noche, qué color brillante el de las gotas de lluvia y qué día loco fue hoy.

Bajo el árbol de castañas.

El camión de basura había dejado caer una caja vieja de zapatos finos en la mitad del camino. Como la caja estaba vacía, el viento la había llevado dando vueltas hasta llegar al bosque donde, al golpearse con un árbol de castañas, se había detenido. Después de varios días sin que nadie reclamara la caja vacía, unos inquilinos decidieron mudarse a ella. Es de esta manera que, en una caja vieja de zapatos finos detenida a la mitad del bosque vivía un caracol esmeralda llamado Capitán. Junto con él, y en perfecta armonía, vivía también una oruga larguirucha a la que todos apodaban Serpentina. Capitán y Serpentina tenían repartidas las labores de la casa nueva. Mientras Capitán estaba encargado de encerar los pisos con su rastro de baba, a Serpentina le tocaba mordisquear los bordes de la caja para lograr que ésta, aunque vieja, tuviera muy hermosas puertas y ventanas. Todo era felicidad para los inquilinos de la antigua morada de los zapatos finos que hoy viven en el guardarropa de una señora que no los usa más. Un día, sin embargo, Capitán y Serpentina discutieron. Resulta que el caracol esmeralda había encerado demasiado los pisos y la oruga larguirucha había mordisqueado mucho los bordes de la caja, entonces su casa nueva ya no parecía tal cosa, sino una gran resbaladera de cartón donde todos los demás bichos del bosque querían jugar. Disgustados, Capitán y Serpentina fueron a buscar a Manzanita, que era la hormiga más saludable del hormiguero que existía debajo del árbol de castañas donde había aterrizado la otrora caja vieja de zapatos finos. Manzanita escuchó las versiones de ambos inquilinos y les propuso una idea: A cada bicho que quiera jugar en la resbaladera se le pedirá una hoja, rama, piedrita o hierba silvestre a cambio. De esta manera, antes que llegue el invierno Capitán y Serpentina tendrían su caja de cartón reparada y podrían protegerse del frío. El caracol y la oruga quedaron maravillados con la sabiduría de Manzanita y siguieron sus consejos al pie de la letra. Fue así como en poco tiempo lograron recolectar suficientes hojas, ramas, piedritas y hierbas silvestres para reparar su casa. Pero no la repararon. El negocio de la resbaladera les había resultado tan bueno que ninguno de los inquilinos quería perderla, entonces pensaron en construir su casa nueva sólo con lo recolectado por los demás bichos y continuar teniendo el juego que tanta riqueza les había prodigado. Así lo hicieron y rápidamente edificaron una enclenque casita de hojas, ramas, piedritas y hierbas silvestres que, temblorosa, se apoyaba sólo superficialmente en la resbaladera que Capitán y Serpentina se habían resistido a componer. Manzanita se había enterado de lo cometido por la oruga y el caracol, pero no les había dicho nada pues, como era muy sabia, confiaba en que eventualmente recibirían su lección. Un día, mientras Capitán y Serpentina compartían una castaña que había caído del árbol que les hacía sombra, sintieron un estremecimiento enorme a su alrededor. Poco a poco, veían como su casa nueva se iba cayendo, las ramas se desprendían y las piedritas se golpeaban contra el piso. Asustados, salieron de ahí un instante antes de que la casa les caiga encima. Una vez afuera, comprendieron lo que había ocurrido. El hombre de los pies de goma, el que siempre caminaba por el bosque con una bolsa plástica y una vara puntiaguda, había clavado ésta última en la resbaladera de cartón, depositándola de por vida en la bolsa. Parados bajo el árbol de castañas, Capitán y Serpentina vieron como lo habían perdido todo. Su casa estaba destruida y su resbaladera se había ido. El invierno estaba encima y los inquilinos no tenían donde vivir. Tocaron la puerta del hormiguero y también las de los otros bichos pero ninguno respondió. Serpentina encontró una hoja y Capitán le hizo un rastro de baba para que se fijara al piso y les sirviera de techo. Cuando llegó la primavera, todos los bichos del bosque salieron a jugar y a disfrutar el día. Todos menos la oruga y el caracol, que se separaron a la mitad del invierno. Capitán se pegó al hombre de los pies de goma y se fue del bosque. Serpentina se metió a vivir a una castaña que se cayó del árbol a destiempo. Al hombre de los pies de goma le daban asco los caracoles y pisó a Capitán. Y la castaña donde se metió Serpentina, estaba podrida. Los bichos del bosque siguen jugando y nadie parece recordar a los inquilinos de la caja de cartón. Sin embargo, ya todos saben lo que pasa cuando uno no se prepara para la época invernal.

El laberinto de dulce.

En una tarde con mucho frío, una niñita curiosa quiso entrar a abrigarse a la página más divertida del libro de fábulas que estaba leyendo. Tomó su muñeca, abrió donde estaba el dibujo de un laberinto de dulce y se metió a él. La niñita curiosa estaba feliz. En otras fábulas que había leído, los laberintos siempre daban miedo, pero este era todo de dulce y, mientras lo recorría, iba pasando sus dedos por las paredes probando los sabores a chocolate, dulce de leche y crema pastelera. Las horas pasaban y la niñita curiosa no se cansaba. El azúcar que estaba consumiendo la mantenía eufórica. Dos pastelitos de aquí, un alfajor de acá. Ositos de goma del piso y galletas de animalitos del muro. Después de horas de comer y comer dulce, la niñita curiosa recordó a sus amigos. “Los traeré para que coman conmigo", pensó y quiso regresar. No sabía a donde ir. Luego recordó que ella nunca entró al laberinto, sino que apareció en él cuando se metió en una de las páginas de su libro de fábulas. Sin saber que hacer y pensando que se iba a quedar eternamente ahí, se puso a llorar. La sal de sus lágrimas cayó encima del dulce y todos los pastelitos, alfajores y chocolates supieron a hiel. Ahora la niñita curiosa no tendría que comer. Encolerizada, escupió el osito de goma que tenía en la boca y el ácido de su saliva empezó a derretir las paredes del laberinto dejándola sin cobijo en aquella tarde con mucho frío. Sin abrigo, sin comida y sin amigos, la niñita curiosa abrazó fuerte su muñeca y se resignó a morir. La apretó tan fuerte que la muñeca se abrió y la niñita curiosa se pudo meter en su corazón. Ahora vive ahí entre algodones y esponjas. Sigue sola y sin comida, pero ya no tiene frío.

La dulzura se fue volando.

Caminó distante, sin rozar a la gente a su alrededor. Respiró sociable, haciendo que los que le rodeaban por las circunstancias del camino sintieran el aire transportándose por sus pulmones. Revisó el mapa con sorna. Le parecía gracioso leer mapas porque tenía claro que no le ayudaban en nada, pero los revisaba igual pues solía actuar de acuerdo al sistema. Sintió olor a café. Le provocó algo dulce. Algo dulce y añejo. Abandonó la distancia de su caminar para casi acariciarse con los extraños que, como él, se habían introducido por decisión propia y sin ningún reparo en un tumultuoso cafetín que ofertaba “Café con Leche y Medialunas a 3.50 pesos”. Se sintió hacinado y dejó de respirar sociable. Salió de ahí. Quiso repetir la sorna de hace instantes y buscó el mapa. No estaba. Algún extraño, fingiendo acariciarle sin intención en el cafetín ofertero le había desprovisto del único documento con el que contaba para no sentirse tan perdido. Volvió a caminar distante, pero su respiración no recuperó sociabilidad. La sustracción de su mapa lo retrajo a un estado de protesta social. Se tapó la boca con una bufanda, pues no pensaba compartir con el mundo ni las esporas que expulsaba en cada agitación espontánea causada por el beso apasionado de sus pasos con el asfalto craquelado de la vieja avenida por la que caminaba, aturdido. Cual afectado por enfisema deambulando por los andes, caminó distante y respiró distante. Sintió olor a libros viejos. Le provocó algo dulce. Algo dulce y añejo. Entró a una confitería antigua y, sin sacarse la bufanda de la boca, pidió merengues del día anterior. Tomó la bolsita de papel y salió de ahí, distante. Siguió caminando por la avenida, alejado, respirando porque tenía que hacerlo, aturdido por la multitud caminando en sentido contrario, los merengues en la mano, la bufanda en la boca. Llegó a una plaza. Un niño le pidió una moneda. Abrió la bolsa de merengues y, quedándose con uno solo, se la entregó al pequeño de faz ensombrecida por la mugre de la calle. Se sentó en una banca presuroso como si fuera la única disponible en la plaza, como si hubiera caminado un tramo larguísimo y sólo tuviera un instante efímero para descansar. Miró su mano. Vio sin lejanía el copo de huevo y azúcar que se había deformado por el calor de sus dedos. Quería comérselo, pero se rehusaba a quitarse la bufanda de la boca. Recordó el olor a café. Recordó el olor a libros viejos. Recordó la provocación del dulce. Quiso sentir algo dulce y añejo en su lengua. Decidió confiar. Decidió darle un descanso a la distancia. Se retiró la bufanda de la boca y, entreabierta la misma, apareció de la nada y a la vez como si todo estuviese planeado, una paloma pulposa y oscura, que le arrebató el merengue de la mano y lo ingurgitó sin saborearlo. La paloma se fue rauda y la boca, hace instantes medio cerrada, se terminó de abrir para expulsar distante: “Yo también quisiera volar”.

El chocolate que todos iban a querer.

Hace mucho tiempo, cuando Clara brillaba como el arco iris que se forma después de la lluvia fresca, unos niños de corazón equivocado se burlaron de ella porque su piel era oscura. El papá de Clara, que se llamaba Albino, le había contado que, como él era del color de la tierra húmeda cuando está lista para cultivar y su mamá era blanca como el guardapolvo de las profesoras en la escuela, Clarita había sido bendecida para llevar en su piel el color del chocolate, ¡El preferido de todos! Y Clarita estaba feliz, porque a ella le encantaba el chocolate y pensaba que todos la iban a querer siempre. Pero a los niños del corazón equivocado no les gustaba el chocolate en la piel de Clara. Le gritaban, la insultaban y la perseguían con piedras hasta hacerla esconderse en el lugar donde la portera de la escuela criaba unos chanchos rosados que comían con la boca abierta. Un día, la mamá de Clara la encontró debajo de la mesa de la cocina, echándose harina en las mejillas para volverse blanca como los guantes finos de las señoras que pasean los domingos en la plaza. Cuando fue descubierta, Clara salió corriendo al patio con las manos prendidas en la bolsita de harina que iba dejando un rastro desperdigado, como las piedras que le arrojaban a ella y que se quedaban en el camino cada tarde cuando volvía de la escuela. La mamá de Clarita, que se llamaba Morena, siguió el rastro de harina que la condujo hasta su pequeña que estaba sentadita detrás del pozo, mirando con amargura su reflejo en un balde de madera lleno de agua congelada por el frío. Cuestionada por sus actos, Clara reprochó a Morena que su papá y ella la habían hecho negra. Oscura como la grasa que está debajo de la cocina o como el luto que usa la gente cuando está triste. “Quiero ser del mismo color que tú”, sentenció Clarita al final. Morena comprendió lo que le estaba pasando a su hija y, como si hubiera estado preparada toda la vida para ese momento, metió sus manos en la tierra húmeda alrededor del balde de madera y empezó a pintarse la cara con ella. Sorprendida, Clara le pedía a su mamá que se detenga, que no se arruine más el color resplandeciente de su piel, pero Morena continuó y continuó hasta tener toda la cara cubierta de tierra mojada. Con el rostro embetunado, Morena se miró sonriente en el balde de agua congelada y tomó la mano de Clarita para llevarla a la plaza. “Ahora somos del mismo color”, le dijo a su hija. Clara no podía entender lo que había hecho su mamá. No sólo había arruinado su piel hermosa, sino que quería ir a exhibirla por la plaza, donde están todas las señoras de guantes finos y todos los niños de corazón equivocado. Morena siguió caminando con destino a la plaza del pueblo con una sonrisa grandísima y preparada para responder, a quien le preguntara, el porqué de su rostro enterrado. Clara, que ya no podía más, bloqueó el pase de su mamá y, llorando desconsolada, le pidió perdón a Morena y le prometió nunca volver a renegar del color de su piel. Madre e hija se abrazaron felices y, tomadas de la mano, caminaron de vuelta para su casa con algunos tropiezos pues a Morena se le había metido tierra a los ojos y no podía ver bien. En una de sus paradas, Clarita ayudaba a su mamá a limpiarse los ojos dando la espalda al camino. De un momento a otro, se oyó un sonido estruendoso que movilizó a toda la gente que estaba en los alrededores. Una carreta antigua conducida por un cochero que en horas previas fue visto en la cantina del pueblo, había atropellado a Morena. Le pasó por encima como si de un puñado de polvo se tratara. “¡Un doctor!” gritaba la gente enardecida sin saber que ya nada había por hacer. El impacto de la carreta vieja fue certero y Clarita se quedó sin mamá y nunca volvió a ser la misma. Hoy pasa las tardes sentada frente a la chimenea de su casa tratando de protegerse del frío que habita en su alma. El par de medias tejidas no abriga más, y la leña que mantiene vivo el fogón no parece calentar el corazón helado de la niña gris que un día tuvo alegría en sus ojitos de melcocha, cuando su papá Albino le contó que era una bendición ser del color del chocolate y que todos la iban a querer.

Ébano para soñar.

Estaba dormida, sembrando cataratas en una hoja blanca de papel, cuando de pronto pensé en abrir los ojos y ver de qué color era la noche. Estaba todo negro. Negrísimo, como el ébano más puro. Yo, la verdad, nunca vi un pedazo de ébano en mi vida, pero lo cierto es que tampoco podía ver nada cuando abaniqué mis párpados dentro de tanta oscuridad. Mi habitación tiene cortinas de madera para protegerme del frío y de los ojos curiosos que se quieren meter a dormir en mi cama, pero, así como las cortinas me cuidan de unas cosas también me privan de otras, como la luz durante el día o la luna cuando es de noche. Como aquella vez cuando todo estaba negro. Negrísimo, como el ébano más puro. Yo me quería poner triste porque no podía usar mis ojos, pero entonces escuché una voz –con acento un poco raro- que me dijo “Aprovecha que está oscuro y sueña despierta”. Yo estaba medio dormida, pero creo que era la voz de Dios. Y entonces empecé a soñar. Soñé que iba montada en una bicicleta amarilla y azul que encontré apoyada en un poste de luz a la mitad de una calle empedrada. Yo tomé la bici porque en el asiento tenía un cartelito que decía “ES PARA TI”. Me guardé el cartelito en el bolsillo y puse mis pies, vestidos con zapatillas converse, sobre los pedales y manejé con los ojos cerrados y sin usar las manos. Tenía los brazos extendidos y pedaleaba con mediana fuerza porque la calle empedrada era de bajada y no era necesario esforzarse mucho para lograr velocidad. En la vida real, yo no sé manejar bici pero no me daba miedo hacerlo porque estaba soñando y en los sueños bonitos todo es posible y el miedo no existe. Al final de la calle por donde iba había un grupo grande de personas de muchos colores hablando en lenguas. Algunas las conocía y otras simplemente parecía que quienes las hablaban se habían atorado comiendo manzanas acarameladas o rollos de canela. Eso me daba risa y entonces me detuve un momento para respirar aire con sabor a tutti fruti. Se me acercó un hombre. ¡Era un mimo! Tenía un saco de rayas rojas y negras y en los pies un par de zapatillas converse y hacía malabarismo para las personas que lo estaban mirando. Para hacer los malabares usaba tres tomates ¡Está tan caro el tomate! pensé yo mientras lo miraba también, pero luego recordé que estaba soñando y que en los sueños bonitos todo es gratis y “caro” no existe. El mimo, que tenía el rostro blanquísimo, yo diría que casi ario, me hizo señas para que lo lleve en mi bici amarilla y azul y yo dudé un poco pues nunca había llevado a nadie en una bicicleta, pero el mimo se sentó conmigo y me animó a pedalear y yo empecé otra vez, con los ojos cerrados y los brazos abiertos, mientras las personas de colores miraban como nos íbamos alejando de ellos. Yo estaba muy feliz dentro de mi sueño despierto y pedaleaba como si lo hubiera hecho toda la vida. De pronto, el mimo me pidió con señas que me detenga. Yo pensé que se había aburrido de montar bicicleta conmigo pero ¡no! me señaló el lugar donde antes estaban las personas de colores y ahora ya no había nadie. Sólo quedaba en el piso un sombrero igual al que usaba Charles Chaplin y un maletín. Volvimos para recogerlos y cuando llegamos encontramos que el sombrero estaba lleno de monedas y billetes que las personas de colores le habían dejado por hacer malabarismos con tomates. Mientras que el mimo se colocaba el sombrero en la cabeza sin dejar caer una sola monedita, yo alcancé a ver que el maletín del piso estaba lleno de frutas riquísimas: papayas, piñas, mangos, duraznos, todas las frutas del mundo y más. Y entonces el mimo me miró muy fijo y pude ver bien su cara ¡No estaba pintada de blanco! ¡El mimo en realidad era ario! Y entonces él, por primera vez en todo el sueño, me habló. Me dijo que se iba de viaje a un lugar muy lindo, donde todos eran arios y comían frutas frescas. Y, al notar mi rostro pigmentado de vainilla se apenó pensando que yo no podría ir con él porque mi color no era blanquísimo como el que él llevaba en la cara. Entonces yo, que me moría por ir al viaje y no había comido papaya en meses, me bajé de la bicicleta azul y amarilla y desvestí mis pies de las zapatillas converse y se los enseñé al mimo. Son suficientemente arios me dijo con un acento algo raro. Y nos fuimos, yo montando bicicleta despacito y él cargando el maletín con frutas, y doblamos la esquina de la calle empedrada y nos fuimos de viaje. ¡Pero no se a dónde! Y es que soñar despierto también tiene sus riesgos: Uno puede terminar quedándose dormido sin conocer el final. Y eso te cuento. Eso me pasó cuando estaba dormida y pensé en abrir los ojos para ver de qué color era la noche. Y estaba todo negro; negrísimo, como el ébano más puro.

El Tesoro de Ímpetu.

En una casa muy grande de una ciudad muy pequeña vivía una niña que cuidaba un tesoro que su mamá le había entregado por haberse portado bien. La niña, que se llamaba Ímpetu, se dedicó a inventariar el regalo todos los días y también a pensar en cómo hacer para que éste se hiciera más y más grande. Cautela, que así se llamaba la mamá de Ímpetu, cada mañana le preguntaba “¿Cómo está tu tesoro?” y la niña respondía “¡Muy bien cuidado!”. Un día, la otra hija de Cautela, que se llamaba Viveza, fue donde Ímpetu y le recomendó enterrar su tesoro en el jardín de la casa para que pudiera regarlo como a una plantita y así hacer que fuese más y más grande. Entonces Ímpetu, de lo más ambiciosa, siguió al pie de la letra los consejos de Viveza pero había notado que con el pasar de los días y a pesar de sus cuidados la plantita del tesoro no crecía. Fue así que Ímpetu busco a Viveza para reclamarle sus malos consejos. Grande fue su sorpresa al ver que su hermana había caído enferma en cama. Fue entonces que Ímpetu buscó a su mamá y le contó lo ocurrido esperando dos cosas: Que se castigara a Viveza por su actitud y que a ella le diera un tesoro nuevo. Cautela, muy sabia, abrazó a Ímpetu y le dijo “Los tesoros no sólo hay que cuidarlos de los demás sino también de uno mismo”. Todavía inconforme con lo dicho por Cautela, la niña preguntó: “¿Y a mi hermana no le toca castigo?”. Y su madre le dijo “Viveza se castigó sola. Está enferma en cama por haber comido demasiados chocolates”. Ímpetu se quedó silenciosamente pensativa y Cautela sentenció “Hoy las dos han aprendido que no es bueno ser tan ambicioso”.

Ramiro Sombrero y Mariana Ramírez.

Las magnolias de Mariana jamás pudieron descubrir la promesa celeste de aromas flotando -desde el lamento lejano- de mejores esperanzas grises para la vida afilada. De los hijos ancianos del pedregal gastado por pisadas, bajo riachuelos lunares que ¡Debían dolerle!, según dicen las maestras acuchilladas tardíamente por Ramiro, el enamorado carnicero que, contra su ser, lloró tiernamente lágrimas doradas que para mal, dejaron caer el gotero mientras gritaba -enceguecida- la arenga bullera de colores amargos y sabores agridulces que sostienen, sin remordimientos imperfectos, cráneos rebeldes que contraían músculos -románticos y reemplazables simultáneamente- entre lámparas enlodadas.

¡Alégrate Sombrero! No temas entrar a cárceles angelicales con perros ovejeros, pelados con agua caliente del hervidor antiguo y, oxidado de cariño, ¡amelcochado! Antes de nacer… ¡Para! Sí.

Anoche, traté de huir contigo mi despistado musgo esmeralda, recordando miradas rotas de catorce muchachas agujereadas, muy adentro. Con cariño besaba su boca de caramelo, estirado con calores ardientes y jadeos ¡Delirantes!

No haces mal. ¿Cuándo lloras la pérdida? ¿Tras olvidar la sonrisa suya tan lúcida? Aunque, poseída por el candor mismo -lastimero y alunado- que desgarra las converse sin bordados estelares que, deberían, calzar más apretadas sin lastimar aquellos piecitos sagrados, de ídolo futbolero retirado. ¿Qué? ¿Atrajo pestañas dolorosas? Mas, queriendo ocultarlas… ¡Qué tragedia futura! musitó Ramírez. Relinchó cientos de poemas rítmicos meridianos -sin sazón colombiana- la inyectó superficial, aunque eterna, cobijó el pecho hervido sin fuego azul, contaminado.

¡Olvídame Sombrero! Laméntate por lo elevado y viaja profusamente ante saturno. Él sabrá colmar –venturoso- todas mis melancólicas carcajadas con sublime espacio. Visual, vivo, encerrado con paredes translúcidas ahumadas -a pulso- por joyeros olímpicos, maravillosos artesanos, ¡Empíricos! Escalaré presuroso, pensándote incansable, bajo lunas -cual perlas errantes- sin dueño seguro.

Si tu alma me respira por el pecho de Morfeo, no susurres lo imperfecto antes que los ojos amarillos se eleven hacia mi corazón, que late sin prisa marina, mientras sus brazos enmendados agitan y revuelven al compás infernal de ellas, las mejores sirenas secas que, desenfadadas, gritaban nuestra promesa de pasión.

Y, arrugarás tu naricita mientras acaricias, suavemente, muslos marcianos cautivados sin energías negativas. Saltaste antes que yo, rompiendo cabecitas alocadas con martillos alados y felpudos. Azucarados recuerdos derraman sueños felices, ¡Explota catatónico! ¡Alucinaciones fugaces llueven!, ¡Gardenias luminosas! ¡Impares peces respiran! La hierba emergente del edén acuático -como océano coloso o catarata tibia- e invencible arco dorado sin flechas mentirosas. Ni lo verdadero puede terminar así. Tan bueno que parezca soñado a pedido de un rey honesto. Delirante, qué pensarías cuando aún dijera: Te quiero, sombrerito mío.
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Gracias a F3!

DIARIO (Temprano e Insólito) Vol. 1


/ Bromeas acuciosamente /
/ Mis pensamientos enredados sucumben /
/ Pantuflas desteñidas ¡desteñidas! /
/ Quisieras unas pantuflas de sonidos estomacales /
/ Quisieras beber saliva fermentada. /


Por: “El Aguardiente Estático”
(Traído de Bogotá)


Querido diario:

-¡Escucha!
-Ssssshhhhhh


Viento frío arrulla las caderas entrañables de Sofía, quien caliente está para ti.

-¡¿Mi mente no puede entender cómo?!
-¡Tú!
-¿Piensas deberme?


Bonita noche de marzo con calor infernal en Lima. Las calles empedradas recuerdan cuando caminabas solo, pensando caballos moros (cascos, herraduras, pistolones acerados, arepitas fritas, frutas). Tus patas morochas (cansadas) lamentándose una flor alada.

-¡Sucumbe ante el propio grafitero!
-¡Cretino!

Hígado agresivo, envidioso de latir corazones estrechos, ingenuos, trabados en la caja circular.

-¿Escondía bombones agrios?
-¡Con popó! (“Nueva Gata”)
-Entrega vino por montón…
-¡Es una sabihonda!
-¡Orden!


(Decir: “Muchacho, olvídate del consuelo”)

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Gracias a F3!

DIARIO (Temprano e Insólito) Vol. 2

Querido diario:
-¡Escúchame!
-¿Qué?
-¡Te mato!
-¿Ahora?
-¡Ves!
-¡Blanco! ¡Tu brazo izquierdo huele hediondo!
-Sublime sudor de pan horneado (al atardecer) con mantequilla
.

Tinto cabello, picas anzuelos en lagunas capilares. Enredados exuberantes, que murmuraban ¡Incrédulos! pero resignados a vivir felices de roer cuellos chiquitos. ¡Pobres artistas friolentos!

-No, F-R-I-O.
-¡No! C-A-L-I-E-N-T-E.
-¡Menos!

Saben envolver pies blancos, diseñados para bailar bajo lluvia verde esmeralda.

-Trae huevos, pan, leche, café…
-¿Y algo dulce?
-¿Por qué?
-¡Hambre! (porque tenemos)

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Gracias a F3!

DIARIO (Temprano e Insólito) Vol. 3

Querido diario:
Pesar me aqueja el cerebro inferior porque él (Fernando Superior) quisiera salir de él (Calabozo donde habita su lamento). Pero imposible llamar afuera pues nos escuchan en Barrio Norte. ¡Maldita la señora casera (Celia), arregla banquetes salados, (pasteurizados, vencidos hace lustros) ¡Vieja! Laura, ¡Enfréntala tú!

-Mañosa costumbre de encerrar narices frías perrunas.
-Tus garras duelen poquito en mareas trujillanas.

Canciones rosadas, horas pasan, cigarrillos, cócteles… ¡Cuántas apestosas rugen pidiendo espacio para acomodarse! Pero “La Vieja Chocha” no entiende mi pregunta: Si será necesario cantar “Cumpleaños Feliz” mañana, que cumplas 283 meses y 24 caracoles jardineros acaben cocinados “Al escargot”.
-Anoche hurté suspiros flaquitos de una señorita no virginal.
-Ella robó discos bajados de Internet por Fernando (El pirata).
-¿Enamorado de Sofía (esposa infiel de Flor)?
-Marihuanera redonda, lamenta no conocer a Mickey.
-¿Amigo de Laura (Tontita princesa encerrada en burbujas suramericanas tercermundistas)?
-Escucha éste lamento, ¡Idiota!
-Es sexo ardiente.
-¡Humillación!
-Contínua...

Tiene ojitos raros y naricitas coloradas, boquitas pulposas como donas chantillí.
-Fresas compré ayer en “Coto”, estaban ofertadas a poco menos de 1 peso.
¿Ah si?
-Sí, compré.
-¿Qué?
-Había queso roquefort pero podrido y aguachento.
-¿Era barato?
-Aun.
Si costara muchísimo, yo sería ratón gris bigotón (sin cola afeitada). Gordo pericote cantante, cocinero desafinado, ¡Vuelve a casa!.

-¿Por qué piensas volver a casa y huir de “casa”?
-Para dejar pensando aquella mujercita inmadura (Insegura pero vivaz).

Frutitas Berries.

Hola. Hola. ¿Quién eres? Soy Cereza. Me llegó una invitación tuya. ¿Quién eres tú? No, ni idea... Yo te acepté. ¿La de la foto eres tú? Si, soy yo en un paseo al planetario. El de la foto… ¿Eres tú de chiquito? No, soy yo actualmente. Ah, ¿Y tan chiquito sabes escribir? Si. Así es mi raza. ¿Cuál es tu raza? No se cómo se llama... Pero somos así, chiquitos siempre. ¿Liliput? Noooo… Somos otros. Hmmm… ¿Y cómo te llamas tú? La. Muy bonito nombre. La Mora. Suena muy rico tu nombre. ¿Y cómo te dicen de cariño? Morita. Ya veo. Y tú ¿No me vas a preguntar el nombre? Tú me dijiste que te llamabas Cereza… ¿O te estabas inventando? Me llamo Cereza pero me dicen Cherry. ¿Por qué te dicen Cherry? Porque yo hablo inglés británico y Cereza en inglés es Cherry. Aaaaaaaaaahhhh!! Yo no sé inglés, por eso me dicen simplemente Mora. Ya veo. Y… ¿Qué te gusta hacer? Comer cereza. ¡Oh! ¡Qué coincidencia! Y… ¿Tienes hambre ahora? ¡Si! Pues yo soy una Cereza muy grande, te puedo invitar un poquito de mí... si quieres. ¿¿¿Y si me dan ganas de todaaaaaaaa??? Hmmm... Pues si eres una Mora chiquita... ¿Cómo te vas a comer una Cereza grande? Yo soy chiquito pero apetitoso. Oh. I see. Bueno, si tienes hambre, me invito. Dale.

SOLAR ABIERTO: SIGA ADELANTE (Que estamos quebrados desde 1815)

/Almohada caliente /
/ Cobija sucia /
/Cama estrecha /
/ ¡Olvida Dolores! /
/ Menos… /
/ Presentes en cabezas enanas. /

Por: Consuelo.
Cuando Camilo -viudo de Camila- sollozó botas iluminadas -sin velas ni fósforos- ¡Rey Midas! (¿O reina?). Pintura rupestre escondida en altísimos cuevones…

-¿Dijiste encontrados?
-Perdón, “encontrados”


…los artistas amándose ¡irresponsables! preferían jubilar sus penas -dedales- fingiendo dolor asolapado… nuevo. Para colocar repisas rotas en el estómago.

-Otra chica artista llegó tarde.
-¿Se quedó ahogada solita? ¡Pobre!
-Chica millonaria sin ojos pequeños (acabados de perder).


Desde que sentiste despertar aquellos artistas, sentimientos encontrados amanecen (Lagañosos junto al –pelado- desierto árido).

-¿Roto en quince pedazos?
-¡Uno tras otro!
-¡Muchacho!
-¿Qué?
-¿Gustas?
-Sorry.
-¡Ah, sabes!
-Dime “Inglés”.
-¿¡Discreto!? ¿¡Pausado!?
-Elegante.

Camiseta rosada, estampada por pigmeo -pobre pero especial- creativo maligno (desintencionado).

-Por…
-¡Esa senda!
-Chaqueta de cuero.
-¿Orgulloso?
-¡Sin musitar!


Había treinta y cinco mujercitas rellenas…

-¿Con avena fría?

…verde y menos sabrosa.

-¡¿Qué?!
-Tus hijas bonitas, nacientes en…
-¡¿Y?! ¿Ellas y sus cachorros?
-Mojaditos. (Olían a la magnolia rosada del último jardín).
-¡Macarrón rojizo!
-Tú estabas avergonzada anoche.
-¿Sola?
-Triste por tu mala conducta. Pero vino ese caballero perverso…
-¿Guapo? ¿Alto? ¿Romántico? ¿Blanco?
-¡Apestoso! (Con sabor a papaya sin pepas)

Pisas mis cosas nuevas para adueñártelas, aunque… ¡Yo sólo te miro despacito! ...eso encanta a mi persiana morada. Lucía, camina antes del cuadro brillante, pintado (ayer) por pigmeos.


-¡Ese chiquito! Pendenciero (asustado y dubitativo), cada martes venenoso y tenebroso caía menos...
-¿Gotitas amarillas? ¿Tibias? ¿Saladitas?
-…su tapa manchada (Derretida, descascarada, sin moho).
-¡Descuidado!
-¡Oh! ¿Quién es?
-El catarro furioso.
-¡¿Qué?!
-¡Toca esas piernas peludas!
-¿Tuyas? Mmm…¡Suave!
-¡Cómo algodón barato enredado entre cabellos mejores!
-¿Oliendo sus perfumes olvidados?
-En cepillos desde la mesa solapada. En aquel apartamento acabado de demoler.
-Él no está muerto.
-¿Sino?
-Vivo.
-¿En la casita de vainilla creada para el niñito?
-¡Tonto! ¿Qué piensas?
-Dormido.

Lucía amaba cabezas calvas -como la ciruela pasa- y sonríe diciendo: ¡Mangos, vengan rápido!, ¡Miren! ¡Duraznos chistosos! Jugosos, cayendo velozmente hacia manos deformes que sólo saben licuar bananos dañados.

-Pero…
-¡Pera!
-Horrible, esa nevera me asusta mucho.
-Crees que conoces todos mis congeladores adentrados?
-¡Ja!
-Mi querida mente, hoy entendí…
-¡Nada!
-Peor. Sentí mucho.
-¡Ridículo! (dijo)
-Acéptalo bobo. Termínalo de entender

Una lágrima siempre sale patinando salada, ¡Zigzagueando! El reo afeminado, pintado con labial turquesa, (igual al salmón enlatado que compré, sonámbula) hablaba con Tomás Bueno.

Sin estómago sonando, desesperado por exiliarse lejos… de usted.


Hachas filudas (gigantescas) cortan mi corazón izquierdo sin tocar el derecho. Cuando tú respiras (solamente burbujas adoquinadas) con esa fragancia preferiblemente…

-¿Tibia? ¿Rosada?
-¡Mejilla con sabor a chocolate y dulce!
-¿De leche?
-Cortada.
-¿En ese momento triste?
-¡Finito! ¡Se terminó de acabar su juguito!
-¿Rojo?
-Caliente.
-¿Qué, preparó?
-De prisa, ¡Cansado!
-¿Sucio?
-...estabas amigo, pero…
-¡No más!

Oías preciosas hierbas sembradas encima de tus rudas alpargatas (moteadas) por un caldo sabroso ¡Hirviendo!

-Hirviente pensador clásico, sabías derrochar cumplidos coquetos…
-¡Mentirosos cumplidos sin color verdadero!
-…más, sabrás decir (ciertamente) palabritas iluminadas.
-Grotescas para ella (mensa, redonda ilusa, gorda).

Creía que era menos preferible nadar despierta y lavar su uña sucia en decenas de espaldas.

-¡Verano, verano! ¡Caliente esas florecitas bulliciosas sembradas en barro!
-Piel morena, eres llorona como niñita estrella.
-Apagada estaba…
-¿Intentando respirar caramelos atorados?
-…sin poder salir de su anhelo fogoso.
-¡Rompe con todos los gorros baratos obsequiados antes de reinventarse Buenos Aires!

Una solución perfecta, inmediata, correcta. Desesperada por Recoleta, buscando razones efectivas para comprar permanencia en Buenos Aires.

Él quisiera alcanzarla (fingiendo). No entiende cómo hacerlo. Pensaba quererla, correr despacio por Belgrano y así llegar antes a la Facultad de Diseño y luego, saltar por amor al río helado –profundo- para ser empapado hasta entender que ella seguía buscando pescados y lanzaba fresitas como medialunas en jarritos (transparentes).
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Gracias a F3!

Amores Descongelados

Por: El Chiquito Polar (Añoso Señor canoso)
Rumbo: Sur - Destino: “El Privilegiado”

/ Helado del pacífico sur /
/ Camino… /
/ Pantalón Pollera /
/ Melodías armoniosas, algo pasadas por agua /
/ ¡Ay! ¿Cómo mi corazón aúlla?
/ ¡Fuego lamentado! ¡Perro! /
/ Ladras suave porque temes sentir culpabilidad /


¡Despierta micrófono! ¡Despierta que tengo sueño para soñar despierto! ¡Imagínate cantando bajo escritorios grasosos, pintados y diseñados para enamorar!

-¡Ciegos! (Cansados, confesados, absurdos)
-¡Diestros espadachines enmascarados! ¿Triunfarán?
-Cada Olimpiada
-¡Especial eres! Pobre niñito… flaco, calvito.
-Hmmm?
-¡Calvito!
-¡Ah!
-¡Estás orinado!
-(Ruborizado) Sólo déjame acá.
-¿Rezando siete plegarias iguales?
-Aspirando cocaína.
-¡Sabrosa nieve azucarada!
-…Soñadora. ¿Despertaste?
-Hecha lodo blanco. Oliendo más fuerte que ayer.
-¡Boba! Entiende que no hay motivos lunares (salpicados) para regalarte.
-¡Cállate!
-¡Llora risueña!

Lagrimitas infantiles anochecen, sufren futuristas… apocalípticas. Desconocen pasiones verdaderas (¿Cómo sabrías?). Escalar –hechos- arbustos depilados pero frondosos. Ombligos latientes (¡No entiendo!), artistas saborean “Chaufa” calentado a medianoche (con cariño fugaz).

-¿Encontraste mi zapatito cochinito?
-En mi clóset.
-¡Oh! ¡Gracias!
-De nada.
-¡Trampa mortal!
-¿Caíste?
-Perdón.
-¡Levántate!
-No.

Descubre qué amores meridianos nunca tocarán cielos marinos cuando castillos, empapados de saliva amarilla…

-¡Acusen con “Mamá Palacios”!
-¡Criminales! ¡Acusen con “Papá Fortines”!

…ensimismados por rogar afecto negro. Sabrás que…

-¡Achú!
-Salud.
-Gracias.
-Las que te adornan.
-¡Sin idioteces coloradas! (Vanas)
-Olvídalas “Cucharita azucarada”
-¡Lávate!
-¿En serio?
-¡Aséate!


Toda mojada la boca grande –carnosa, torcida, ¡tímida!- que muerde callos cuando tiene hambre, cuando no tiene ganas de cocinar almejas costeñas (saladas) del atlántico azul. Panameño Rubén Hernández, quisiera que le enterraras blades.

-¡Asu!

Laura sueña que un lobo feroz la conquista diciéndole “¿Quieres verme solito? ¡Podemos jugar ajedrez!”. Duradero encuentro vespertino, mantenlo vivo mientras dure. El inocente champagne burbujeó mi ventrículo…

-¡Ay!
-¿Dolió?
-¡Ay ay!
-Lamento informar.
-¿De?
-Vida.

Abajo conocen bostezos sinceros de muchacho (cansado de vivir extrañando mejores mujeres divinas). Algunas enfermas descubrieron artistas solitarios pintando ositos bonitos (urbanos), canelones hervidos…

-¿En olla pedorra?
-¡Panza frita!
-¿Sabe bien?
-Cuando hay besos adobados.
-¿Para?
-Para poder morder.

Pollo frito sabe bien cuando lo mezclan rápidamente y hierven mientras suspiran gallinas ponedoras (Majaderas, reclaman huevos gigantes)

-¿Huevos para sus nidos invisibles?

…pero buitres angurrientos planean comerse sus pechugas caucásicas.

-¿Mañana hay comida?
-Abundante para niñas bonitas.
-Vestidas casualmente para gustarte…
-El lunes inexistente vendrá sólo Natalia
-¡Tacaña! ¡Traerá nada!
-Braceando, braceando… ¡Cual buzo inexperto entregando colchones, “Jumbo Extreme”…
-¿Milanesas apanadas?… Pierden calentura.
-Típica reacción nuclear.

Uñas y dientes de peruana travestí, usadas como defensa de golpizas homofóbicas propinadas por bogotanos honestos que saben nada. Rápido entenderán que amar agua no es pecado.

-Llega temprano a casa
-¡Es lunes!
-¿Y?
-Quisiera que duermas…
-¿En cama?
-Separada de mí.

Pulmón diabólico respira azufre amarillo. Sufre, ¡Pobre cofre repleto (cerrado)! ¡Ábrete sésamo!

-¿Tostado?
-¡Mañana haré tostadas y otra panelita!

Repetida cuchara rauda (A toda la velocidad posible), marihuana quisquillosa en mata, mis sentidos dormidos. Uruguayas tomaban café colombiano las mañanas siguientes al contrato nupcial que firmó Romeo, (desorientado, bizco) sin gafas (pegadas al apuro).

-Mediano problema…
-Urgente ¡Resuélvalo!

Julieta, envenenada por Sofía quien –caliente- le susurró facturitas rellenas al grafitero gay que chupaba orejas chiquitas (Con sabor a uña perfumada). Violeta fresca, esmaltada, brillante y decorada con estrellitas. Toreras azules brillan interminables, cosas ocurren allá en Europa (Donde nació Colón).

-¡Ladrón inútil! ¡Gorrito para conquistar publicistas!
-¡Creídos! (Pensando cómo artistas, sin serlo)
-¡Ay!
-¿Duele escribir palabritas en el diario?
-¡Clarín! ¡Por supuestín!
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Gracias a F3!
Mi foto
Hemos crecido y nos mudamos a lazafer.pe :)

Follado con Protección.

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