Follar es, entre otros, componer en hojas algo. Aquí se folla. Muchísimo (en verdad no tanto como quisiéramos).

El chocolate que todos iban a querer.

Hace mucho tiempo, cuando Clara brillaba como el arco iris que se forma después de la lluvia fresca, unos niños de corazón equivocado se burlaron de ella porque su piel era oscura. El papá de Clara, que se llamaba Albino, le había contado que, como él era del color de la tierra húmeda cuando está lista para cultivar y su mamá era blanca como el guardapolvo de las profesoras en la escuela, Clarita había sido bendecida para llevar en su piel el color del chocolate, ¡El preferido de todos! Y Clarita estaba feliz, porque a ella le encantaba el chocolate y pensaba que todos la iban a querer siempre. Pero a los niños del corazón equivocado no les gustaba el chocolate en la piel de Clara. Le gritaban, la insultaban y la perseguían con piedras hasta hacerla esconderse en el lugar donde la portera de la escuela criaba unos chanchos rosados que comían con la boca abierta. Un día, la mamá de Clara la encontró debajo de la mesa de la cocina, echándose harina en las mejillas para volverse blanca como los guantes finos de las señoras que pasean los domingos en la plaza. Cuando fue descubierta, Clara salió corriendo al patio con las manos prendidas en la bolsita de harina que iba dejando un rastro desperdigado, como las piedras que le arrojaban a ella y que se quedaban en el camino cada tarde cuando volvía de la escuela. La mamá de Clarita, que se llamaba Morena, siguió el rastro de harina que la condujo hasta su pequeña que estaba sentadita detrás del pozo, mirando con amargura su reflejo en un balde de madera lleno de agua congelada por el frío. Cuestionada por sus actos, Clara reprochó a Morena que su papá y ella la habían hecho negra. Oscura como la grasa que está debajo de la cocina o como el luto que usa la gente cuando está triste. “Quiero ser del mismo color que tú”, sentenció Clarita al final. Morena comprendió lo que le estaba pasando a su hija y, como si hubiera estado preparada toda la vida para ese momento, metió sus manos en la tierra húmeda alrededor del balde de madera y empezó a pintarse la cara con ella. Sorprendida, Clara le pedía a su mamá que se detenga, que no se arruine más el color resplandeciente de su piel, pero Morena continuó y continuó hasta tener toda la cara cubierta de tierra mojada. Con el rostro embetunado, Morena se miró sonriente en el balde de agua congelada y tomó la mano de Clarita para llevarla a la plaza. “Ahora somos del mismo color”, le dijo a su hija. Clara no podía entender lo que había hecho su mamá. No sólo había arruinado su piel hermosa, sino que quería ir a exhibirla por la plaza, donde están todas las señoras de guantes finos y todos los niños de corazón equivocado. Morena siguió caminando con destino a la plaza del pueblo con una sonrisa grandísima y preparada para responder, a quien le preguntara, el porqué de su rostro enterrado. Clara, que ya no podía más, bloqueó el pase de su mamá y, llorando desconsolada, le pidió perdón a Morena y le prometió nunca volver a renegar del color de su piel. Madre e hija se abrazaron felices y, tomadas de la mano, caminaron de vuelta para su casa con algunos tropiezos pues a Morena se le había metido tierra a los ojos y no podía ver bien. En una de sus paradas, Clarita ayudaba a su mamá a limpiarse los ojos dando la espalda al camino. De un momento a otro, se oyó un sonido estruendoso que movilizó a toda la gente que estaba en los alrededores. Una carreta antigua conducida por un cochero que en horas previas fue visto en la cantina del pueblo, había atropellado a Morena. Le pasó por encima como si de un puñado de polvo se tratara. “¡Un doctor!” gritaba la gente enardecida sin saber que ya nada había por hacer. El impacto de la carreta vieja fue certero y Clarita se quedó sin mamá y nunca volvió a ser la misma. Hoy pasa las tardes sentada frente a la chimenea de su casa tratando de protegerse del frío que habita en su alma. El par de medias tejidas no abriga más, y la leña que mantiene vivo el fogón no parece calentar el corazón helado de la niña gris que un día tuvo alegría en sus ojitos de melcocha, cuando su papá Albino le contó que era una bendición ser del color del chocolate y que todos la iban a querer.

2 comentarios:

Blue girl dijo...

Lauris, celebro tus cuentos. Este es conmovedor y triste, pero buenísimo. Tienen mucho de tí y la ironía con que tus ojos te permiten disfrutar de la vida.

Laura Zaferson dijo...

Gracias Chica, mis ojos -para variar- se ponen brillositos con tus palabras tan bonitas. :)

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Hemos crecido y nos mudamos a lazafer.pe :)

Follado con Protección.

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