En ese momento del año no era común salir tan temprano pero él quería aprovechar el tiempo que le quedaba. Eran las cuatro de la mañana y ella aún estaba despierta, aunque no tan resplandeciente como lo suele estar a la mitad de la noche. Se miraron, derramando la luz a la que todos estamos acostumbrados, cada uno a su manera. Él iluminaba con un dorado tibio, y es que aún era muy temprano; y ella resplandecía con una plateado sedoso que se iba apagando para cederle paso a las ráfagas de luz de él, que tan desesperado estaba por sacarle el jugo a las horas que, insensibles al final inminente, pasaban como si de cualquier día se tratara. Ella tenía para dos horas más de baile en el cielo, pero le conmovía tanto la imagen de su nostálgico compañero que decidió cederle las piezas que le quedaban por danzar. Cuando ella se fue a dormir, él brilló con más fuerza y calentó desusadamente para la época del año.
Los vecinos salieron a las calles con ropas delgadas, los niños compraron paletas heladas, las abejas polinizaron los girasoles que daban vueltas y carcajadas disfrutando tan inusual situación, y los reportes del tiempo botaban resultados no concordantes con la estación invernal que se supone debía vivirse. Eran las diez de la mañana y había pues un ambiente de celebración en el pueblo, pero, como en toda fiesta ostentosa, los invitados se divertían a rabiar mientras que el dueño del ágape no la pasaba tan bien. Aunque su exterior hacía suponer que compartía el regocijo de los demás, lo cierto era que en su interior habitaba una enorme pena. El caballero de armadura dorada fulguraba fascinante por fuera y a la vez se congelaba por dentro, consumiéndose poco a poco, como las horas que pasaban y le acercaban a su inaplazable final.
Tratando de hacerle menos dolorosa la espera, el viento silbaba sus mejores tonadas, incluso se unieron los jilgueros y los mirlos, pero la belleza musical que prodigaban no hacía más que recordarle todo lo que ya no tendría al caer la noche, en aquel, su último día. Las campanas sonaron anunciando las dos de la tarde. “No estés triste”, le dijo el agua de la fuente que dejaba que la luz se reflejara en ella formando fastuosos colores. “No te apenes”, le dijo el algarrobo que tantos años había compartido con él, ayudándole a dibujar una magnífica sombra para los vecinos que gustaban de sentarse a descansar en la plaza. “¿Cómo no estar triste?” respondió él sin dejar de resplandecer. “¿Cómo no apenarme si no hay mañana para mí?”, sentenció al final. “Llamaremos a las nubes y ellas te ocultarán”, dijo el arco iris, siempre tan soñador. “Soy la estrella más grande del espacio” dijo él. “No me puedo ocultar”. Ya eran las cuatro de la tarde y, al escucharle, las nubes se sintieron inútiles y empezaron a llorar llenando con gotas de lluvia triste toda la ciudad. Los niños, que aún no se habían terminado las paletas heladas, corrían divertidos buscando donde ocultarse del agua que caía del cielo. Las abejas y los girasoles no comprendían, y los reportes del tiempo ya no se atrevían a salir impresos de la máquina meteorológica.
Cuando fueron las seis de la tarde, el viento empezó a silbar más fuerte, como lo suele hacer cuando se asoma la llegada de la noche. Por el frío, los jilgueros y mirlos buscaron cobijo dentro del algarrobo, que miraba entristecido como su sombra se iba haciendo pequeñita hasta desaparecer por completo. El arco iris, que se había quedado dormido encima de una nube, le dijo a la lluvia que dejara de caer tan fuerte, que le permitiera a la estrella más grande del espacio brillar un instante más. Y la lluvia, aunque estaba muy triste y le costaba demasiado detener su llanto, hizo un esfuerzo y se contuvo para dar paso a los relámpagos dorados de la bola de fuego que vive en el cielo.
Los vecinos pensaban que el día estaba muy loco. Catorce horas de resplandor habían pasado y sólo unos momentos más de pronto ocurrirían. Y apareció ella. Aquella que se había ido a dormir más temprano para regalarle unas horas adicionales de goce a su compañero de armadura dorada. Estaba hermosa y lista para reinar, vestida de plata sedosa y adornada con las primeras estrellas que llegaron a la cita nocturna de cada final del día. Él la miró por un instante que se hizo eterno en el tiempo malévolo que se hacía efímero. “No quería que fuera así”, dijo ella lamentando su destino lleno de emociones encontradas. “Hace millones de años, cuando nací, sabía que el día de mi muerte llegaría” dijo el sol con voz estremecida. “Nada me alegra más que saber que tú, luna inusitada, serás la reina de la tierra. Hoy me acabo yo, pero hoy también empiezas tú mi perla del cielo. En el espacio, tu luz de plata fulgurará, como debió ser siempre”. Y diciendo esto, el sol se ocultó detrás de su viejo amigo el algarrobo y terminó de congelarse por dentro, hasta que se volvió una inmensa esfera de hielo que la luz de plata que destellaba la luna derritió muy despacio y, nuevamente, empezó a llover en la ciudad. Después de hoy, el sol no estará más, pero sus lágrimas doradas mojarán por un tiempo las veredas de todos lados. En la plaza, los vecinos que no entienden nada, comentan qué diáfana está la luna esta noche, qué color brillante el de las gotas de lluvia y qué día loco fue hoy.
Los vecinos salieron a las calles con ropas delgadas, los niños compraron paletas heladas, las abejas polinizaron los girasoles que daban vueltas y carcajadas disfrutando tan inusual situación, y los reportes del tiempo botaban resultados no concordantes con la estación invernal que se supone debía vivirse. Eran las diez de la mañana y había pues un ambiente de celebración en el pueblo, pero, como en toda fiesta ostentosa, los invitados se divertían a rabiar mientras que el dueño del ágape no la pasaba tan bien. Aunque su exterior hacía suponer que compartía el regocijo de los demás, lo cierto era que en su interior habitaba una enorme pena. El caballero de armadura dorada fulguraba fascinante por fuera y a la vez se congelaba por dentro, consumiéndose poco a poco, como las horas que pasaban y le acercaban a su inaplazable final.
Tratando de hacerle menos dolorosa la espera, el viento silbaba sus mejores tonadas, incluso se unieron los jilgueros y los mirlos, pero la belleza musical que prodigaban no hacía más que recordarle todo lo que ya no tendría al caer la noche, en aquel, su último día. Las campanas sonaron anunciando las dos de la tarde. “No estés triste”, le dijo el agua de la fuente que dejaba que la luz se reflejara en ella formando fastuosos colores. “No te apenes”, le dijo el algarrobo que tantos años había compartido con él, ayudándole a dibujar una magnífica sombra para los vecinos que gustaban de sentarse a descansar en la plaza. “¿Cómo no estar triste?” respondió él sin dejar de resplandecer. “¿Cómo no apenarme si no hay mañana para mí?”, sentenció al final. “Llamaremos a las nubes y ellas te ocultarán”, dijo el arco iris, siempre tan soñador. “Soy la estrella más grande del espacio” dijo él. “No me puedo ocultar”. Ya eran las cuatro de la tarde y, al escucharle, las nubes se sintieron inútiles y empezaron a llorar llenando con gotas de lluvia triste toda la ciudad. Los niños, que aún no se habían terminado las paletas heladas, corrían divertidos buscando donde ocultarse del agua que caía del cielo. Las abejas y los girasoles no comprendían, y los reportes del tiempo ya no se atrevían a salir impresos de la máquina meteorológica.
Cuando fueron las seis de la tarde, el viento empezó a silbar más fuerte, como lo suele hacer cuando se asoma la llegada de la noche. Por el frío, los jilgueros y mirlos buscaron cobijo dentro del algarrobo, que miraba entristecido como su sombra se iba haciendo pequeñita hasta desaparecer por completo. El arco iris, que se había quedado dormido encima de una nube, le dijo a la lluvia que dejara de caer tan fuerte, que le permitiera a la estrella más grande del espacio brillar un instante más. Y la lluvia, aunque estaba muy triste y le costaba demasiado detener su llanto, hizo un esfuerzo y se contuvo para dar paso a los relámpagos dorados de la bola de fuego que vive en el cielo.
Los vecinos pensaban que el día estaba muy loco. Catorce horas de resplandor habían pasado y sólo unos momentos más de pronto ocurrirían. Y apareció ella. Aquella que se había ido a dormir más temprano para regalarle unas horas adicionales de goce a su compañero de armadura dorada. Estaba hermosa y lista para reinar, vestida de plata sedosa y adornada con las primeras estrellas que llegaron a la cita nocturna de cada final del día. Él la miró por un instante que se hizo eterno en el tiempo malévolo que se hacía efímero. “No quería que fuera así”, dijo ella lamentando su destino lleno de emociones encontradas. “Hace millones de años, cuando nací, sabía que el día de mi muerte llegaría” dijo el sol con voz estremecida. “Nada me alegra más que saber que tú, luna inusitada, serás la reina de la tierra. Hoy me acabo yo, pero hoy también empiezas tú mi perla del cielo. En el espacio, tu luz de plata fulgurará, como debió ser siempre”. Y diciendo esto, el sol se ocultó detrás de su viejo amigo el algarrobo y terminó de congelarse por dentro, hasta que se volvió una inmensa esfera de hielo que la luz de plata que destellaba la luna derritió muy despacio y, nuevamente, empezó a llover en la ciudad. Después de hoy, el sol no estará más, pero sus lágrimas doradas mojarán por un tiempo las veredas de todos lados. En la plaza, los vecinos que no entienden nada, comentan qué diáfana está la luna esta noche, qué color brillante el de las gotas de lluvia y qué día loco fue hoy.
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