El piso de casa brilla y estoy orgullosa de ello. Inexplicablemente entusiasmada, le he echado BLEM y luego he bailado, con furia caribeña, salsa cubana sobre cada una de las piezas de parqué que lo conforman; creo que voy a postularme como lustradora de pisos y obtener gran beneficio económico de esta decisión. Veo mi sombra –de la que no estoy tan orgullosa- remarcada sobre el suelo reluciente y, por un momento que luego se esfuma, me excita ser una maruja de veintitantos. Debo bañarme. El sudor del baile me ha pegado la ropa al cuerpo. Y no, no es sensual (acabo de comentar el infortunio que es mi sombra, pero lo reitero en caso que haya pasado desapercibido). Abandono mis zapatos lustradores hechos de camisetas viejas y voy en dirección al baño. Maldita sea, me estoy cayendo. Abro los brazos buscando asirme de algo y así evitar un beso apasionado con el suelo; para mi sorpresa, aleteo grácilmente: si estuviera en el aire sería una gaviota; si acaso viviera en el agua, un axolotl. Como la suerte me suele ser esquiva, estoy en la tierra, totalmente sola y a centésimas de segundo de desnucarme. Una vez leí que si un árbol se cae en medio de un bosque y nadie está ahí para presenciarlo ¿realmente se cayó? ¿soy capaz de asegurar que hizo un ruido al resquebrajarse, al caer? Increíble lo que puede venir a mi memoria cuando estoy a instantes de quedar en estado vegetal. Me he caído. Tengo la mirada puesta en el techo de casa; es blanco. No sé si he quedado cuadripléjica; no me importa. Mi piso de parqué huele espléndido y me excita. Aunque sea en sueños, voy a hacer el amor con él.
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Descripción insólita de un orgullo complacido.
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