Se llamaba Juan Baca, pero le decían “Toro” por la forma graciosa en la que arrastraba los pies un instante antes de patear el balón. Toro creció jugando fútbol y celebrando los goles que el arte de sus piernas le había permitido celebrar. Tenía 13 años y lo único que deseaba por su cumpleaños era una pelota de fútbol nueva. El papá de Toro, que trabajaba en el Estadio Nacional dando mantenimiento a las canchas, le había prometido que si lograba pasar todos los cursos de la escuela le iba a conseguir una pelota de las que usaban los jugadores profesionales. A Toro no le preocupaba la dificultad de las materias escolares para cumplir la tarea encomendada por su padre, lo que le tenía contrariado, era lograr concentrarse en clases con la compañera de carpeta que le había tocado en el semestre corriente. La niña, en palabras de Toro, era hermosa como un gol de taco después de haberle roto la cintura a toda la defensa del equipo contrario. En efecto, la vecina de pupitre de Toro, que se llamaba Tulipán, tenía adornado el rostro con ojos de pestañas larguísimas que parecían abanicar pétalos de flores hacia la cara de Juan Baca cada vez que ella le regalaba una mirada. También tenía una naricita particular, pequeña y redondeada, y que en cada suspiro, hacía que Toro respirara de las burbujas de aire azucarado que ella echaba. Su boca no se quedaba atrás. Con unos labios rosados como muñeca de porcelana, era como un capullo desesperado por abrirse y dejar salir las mariposas azules que eran cada una de las palabras amorosas que Toro le escuchaba decir, aunque Tulipán le pidiera tan sólo un borrador o una hoja de papel.
A Tulipán le hacía gracia que a Juan Baca le dijeran “Toro”, primero porque al guardaespaldas que le había asignado su padre le apodaban “Torete” y era contrastante la diferencia entre Toro y él, y segundo porque Toro tenía un rostro más bien atigrado, con ojos amarillos que le venían de herencia de su papá y sombritas negras alrededor de los labios, que hacían suponer un futuro barbudo en Juan Baca. Además, una tarde durante el recreo, un tiro largo de pelota terminó en la copa del roble antiquísimo que adornaba la entrada a la escuela, y Toro, convertido en un verdadero tigre, trepó el roble como si las grietas del árbol fueran escalones preparados para sostenerle. Con una destreza desusada, Toro trepó hasta alcanzar la copa del enorme roble y su encuentro con el balón secuestrado fue como el abrazo interminable de Rapunzel y su príncipe.
Los días en la escuela iban y venían y, aunque Toro había reunido suficiente dinero para invitarle un helado a Tulipán, aún no había juntado el coraje necesario para pedirle una cita. Todo el equipo de fútbol sabía que Tulipán era la chica de Toro, así que ninguno se atrevía, más allá de ver a la niña como una verdadera flor, a realizar un movimiento hacia ella. En contraste, las niñas de la clase, que veían en el capitán del equipo a una verdadera estrella del fútbol, constantemente iban a la cancha del barrio a animarle y también le esperaban al final de cada recreo para ofrecerle una botella de agua o una toalla para secarse el rostro. Tulipán no iba a los partidos en la cancha del barrio, no porque no le gustaran, sino porque las niñas, que sabían que ella era la dueña de los pensamientos de Toro, le hablaban poco o nada. Además, Tulipán siempre tenía que estar acompañada de uno de los guardaespaldas de su padre, lo cual hacía más que imposible que alguna de las niñas, o incluso Toro, pudiera acercarse a ella.
Pero un día pasó lo que nadie esperaba. Era la entrega de notas en la escuela y también la víspera del cumpleaños de Toro. La profesora iba llamando uno a uno a los alumnos que se podían ir a casa pues habían aprobado todos los cursos. A la primera que llamó fue a Tulipán Alegre y en segundo lugar a Juan Baca, ambos salieron al patio y Tulipán, al notar que Torete estaba distraído con la morocha que atendía el kiosco de la escuela, le propuso una salida furtiva a su compañero de carpeta. Él aceptó sin pensar en lo que estaba haciendo, sin saber a dónde irían, qué harían o cuánto tiempo le tomaría a Torete darse cuenta que Toro se había atrevido a arrancar el Tulipán del jardín que le tocaba resguardar con esmero. Tomados de la mano y dejando que el viento tibio desordene sus cabellos, Tulipán y Toro corrían por la calle riendo como si el sol de la tarde les hubiera contado la mejor de las bromas. Rápidamente llegaron a un parque y decidieron sentarse. Tulipán rompió el silencio de la abrupta cita vespertina para decir “Tienes ojos de Tigre, Juan Baca”. Sonrojado, Toro quería decirle a Tulipán que ninguna de las flores del parque le hacía competencia a su belleza, que sus ojos derramaban pétalos de flores, que por su nariz salían suspiros de azúcar, que de sus labios se escapaban mariposas azules. Pero, cuando entreabrió la boca para tratar de expulsar alguna frase de mediana coherencia, Tulipán lo sorprendió con un beso suave que se prolongó como el cauce de un río cuyo final se pierde en el horizonte. Toro sintió las mariposas azules bailando en su estómago, los suspiros de azúcar jugando en sus pulmones y los pétalos de flores quedándose a vivir en sus ojos.
“¡Tulipán!” gritó Torete a la distancia cuando avizoró que la pequeña a su cuidado estaba en el parque. Tulipán se puso de pie y se fue corriendo hacia su guardaespaldas, dejando a Toro sentado y atónito. No habían podido despedirse, quedar en verse al otro día, ni nada. Pero Toro no podía moverse, se había quedado embriagado por el sabor de Tulipán en sus labios, además de inmovilizado por la mirada inquisidora de Torete a la distancia. Al día siguiente, el papá de Toro lo despierta con una pelota nueva, como la que usan los profesionales en el Estadio Nacional. Y Juan Baca, que casi no durmió pensando en el beso del día anterior, mira el balón contentísimo y lo primero que piensa es en ir a mostrárselo a Tulipán.
Camino a la casa de la niña que lo ha besado y con su nuevo compañero jugueteando entre sus pies, Toro piensa en lo afortunado que es y en lo feliz que está. Cuando está a pocas cuadras de la casa de Tulipán, un letrero de “Se Vende” lo desconcierta. Se acerca más y nota que la casa, aunque perfectamente arreglada por fuera, está absolutamente vacía por dentro. Un adormecido guardián le hace saber que la familia Alegre se ha ido, que al Sr. Alegre lo transfirieron a otra ciudad. Impactado, corre a la estación a intentar alcanzarlos, él sabe que los trenes a la capital salen sólo a las once y son las once menos cuarto. Con el balón sirviendo de combustible a sus pies, Toro corre y nuevamente deja que el viento lo despeine. Ya en la estación, son las once menos dos y el tren ha empezado su avance. Toro corre entre la gente, el balón lo guía, las mariposas azules aletean sin parar, los suspiros de azúcar le aclaran la garganta y los pétalos de flores le ayudan a mirar entre las ventanillas para encontrar a Tulipán. “¡Tulipán!” empieza a gritar Toro, y no le importa si la gente voltea a mirarle, si lo escucha Torete o si lo oye el Sr. Alegre. “¡Qué todos lo sepan!” parecen traducir sus gritos en cada llamado a la niña que lo ha besado.
El tren avanza cada vez más rápido, son las doce en punto y por la chimenea se escapan humos que parecen decir adiós a las personas que se quedan en la estación. Toro sigue corriendo y, cuando las piernas están a punto de fallarle, Tulipán se deja ver por una de las ventanillas, humedeciendo sus mejillas con lágrimas que salen de esos ojos que hasta el día anterior sólo botaban pétalos de flores. Toro detiene su carrera y se queda mirando a Tulipán. Instintivamente, arrastra los pies sobre el asfalto y patea el balón con todas sus fuerzas, éste entra por la ventanilla y termina en las manos de su compañera de carpeta, sorprendiendo a Torete, al Sr. Alegre y sobretodo a la niña. El padre de Tulipán mira el balón y lo reconoce en el acto, es la pelota profesional que le entregó al Sr. Baca, por ser el mejor trabajador del mes en el Estadio Nacional que, hasta el día de ayer, el Sr. Alegre regentaba. De inmediato, el padre de Tulipán hace que el tren se detenga aduciendo una emergencia personal. Desde afuera, Toro se ensordece un poco con el sonido del tren frenando sobre los rieles, pero aún medio sordo, llega a escuchar el latido de su corazón que golpea su pecho buscando salirse. Una vez detenidos los vagones, el Sr. Alegre baja con la pelota en la mano y se encuentra cara a cara con Toro. “Creo que esto es tuyo”, le dice. Toro se mantiene en silencio. “Alguien quiere despedirse de ti”, agrega. En ese momento, por detrás de Torete, que también ha bajado del tren, aparece Tulipán, que se acerca a Toro y le entrega el balón que su papá acaba de darle. Como la última vez que se vieron en el parque, Toro no es capaz de articular frase alguna y, nuevamente, es Tulipán quien rompe el silencio diciendo “Tienes los ojos amarillos, Juan Baca”. Con un abrazo largo, Toro rodeó a Tulipán como el día que se prendió del roble para rescatar la pelota de fútbol atrapada en la copa. Una lágrima llegó a la comisura de los labios de Tulipán, era una lágrima de Toro. Tulipán lo besó en la mejilla y suspiró dejando sentir, por última vez, el aire azucarado que de ella brotaba. “Te quiero”, dijo Juan Baca. “Te quiero más” dijo Tulipán Alegre y tomó la mano de Torete para subir al tren.
No se volvieron a ver nunca, pero, hasta el día de hoy, Toro recuerda a Tulipán cuando huele el dulce del algodón de azúcar y Tulipán recuerda a Toro cuando el sol brilla muy fuerte, regalándole un destellante e inconfundible color amarillo.
A Tulipán le hacía gracia que a Juan Baca le dijeran “Toro”, primero porque al guardaespaldas que le había asignado su padre le apodaban “Torete” y era contrastante la diferencia entre Toro y él, y segundo porque Toro tenía un rostro más bien atigrado, con ojos amarillos que le venían de herencia de su papá y sombritas negras alrededor de los labios, que hacían suponer un futuro barbudo en Juan Baca. Además, una tarde durante el recreo, un tiro largo de pelota terminó en la copa del roble antiquísimo que adornaba la entrada a la escuela, y Toro, convertido en un verdadero tigre, trepó el roble como si las grietas del árbol fueran escalones preparados para sostenerle. Con una destreza desusada, Toro trepó hasta alcanzar la copa del enorme roble y su encuentro con el balón secuestrado fue como el abrazo interminable de Rapunzel y su príncipe.
Los días en la escuela iban y venían y, aunque Toro había reunido suficiente dinero para invitarle un helado a Tulipán, aún no había juntado el coraje necesario para pedirle una cita. Todo el equipo de fútbol sabía que Tulipán era la chica de Toro, así que ninguno se atrevía, más allá de ver a la niña como una verdadera flor, a realizar un movimiento hacia ella. En contraste, las niñas de la clase, que veían en el capitán del equipo a una verdadera estrella del fútbol, constantemente iban a la cancha del barrio a animarle y también le esperaban al final de cada recreo para ofrecerle una botella de agua o una toalla para secarse el rostro. Tulipán no iba a los partidos en la cancha del barrio, no porque no le gustaran, sino porque las niñas, que sabían que ella era la dueña de los pensamientos de Toro, le hablaban poco o nada. Además, Tulipán siempre tenía que estar acompañada de uno de los guardaespaldas de su padre, lo cual hacía más que imposible que alguna de las niñas, o incluso Toro, pudiera acercarse a ella.
Pero un día pasó lo que nadie esperaba. Era la entrega de notas en la escuela y también la víspera del cumpleaños de Toro. La profesora iba llamando uno a uno a los alumnos que se podían ir a casa pues habían aprobado todos los cursos. A la primera que llamó fue a Tulipán Alegre y en segundo lugar a Juan Baca, ambos salieron al patio y Tulipán, al notar que Torete estaba distraído con la morocha que atendía el kiosco de la escuela, le propuso una salida furtiva a su compañero de carpeta. Él aceptó sin pensar en lo que estaba haciendo, sin saber a dónde irían, qué harían o cuánto tiempo le tomaría a Torete darse cuenta que Toro se había atrevido a arrancar el Tulipán del jardín que le tocaba resguardar con esmero. Tomados de la mano y dejando que el viento tibio desordene sus cabellos, Tulipán y Toro corrían por la calle riendo como si el sol de la tarde les hubiera contado la mejor de las bromas. Rápidamente llegaron a un parque y decidieron sentarse. Tulipán rompió el silencio de la abrupta cita vespertina para decir “Tienes ojos de Tigre, Juan Baca”. Sonrojado, Toro quería decirle a Tulipán que ninguna de las flores del parque le hacía competencia a su belleza, que sus ojos derramaban pétalos de flores, que por su nariz salían suspiros de azúcar, que de sus labios se escapaban mariposas azules. Pero, cuando entreabrió la boca para tratar de expulsar alguna frase de mediana coherencia, Tulipán lo sorprendió con un beso suave que se prolongó como el cauce de un río cuyo final se pierde en el horizonte. Toro sintió las mariposas azules bailando en su estómago, los suspiros de azúcar jugando en sus pulmones y los pétalos de flores quedándose a vivir en sus ojos.
“¡Tulipán!” gritó Torete a la distancia cuando avizoró que la pequeña a su cuidado estaba en el parque. Tulipán se puso de pie y se fue corriendo hacia su guardaespaldas, dejando a Toro sentado y atónito. No habían podido despedirse, quedar en verse al otro día, ni nada. Pero Toro no podía moverse, se había quedado embriagado por el sabor de Tulipán en sus labios, además de inmovilizado por la mirada inquisidora de Torete a la distancia. Al día siguiente, el papá de Toro lo despierta con una pelota nueva, como la que usan los profesionales en el Estadio Nacional. Y Juan Baca, que casi no durmió pensando en el beso del día anterior, mira el balón contentísimo y lo primero que piensa es en ir a mostrárselo a Tulipán.
Camino a la casa de la niña que lo ha besado y con su nuevo compañero jugueteando entre sus pies, Toro piensa en lo afortunado que es y en lo feliz que está. Cuando está a pocas cuadras de la casa de Tulipán, un letrero de “Se Vende” lo desconcierta. Se acerca más y nota que la casa, aunque perfectamente arreglada por fuera, está absolutamente vacía por dentro. Un adormecido guardián le hace saber que la familia Alegre se ha ido, que al Sr. Alegre lo transfirieron a otra ciudad. Impactado, corre a la estación a intentar alcanzarlos, él sabe que los trenes a la capital salen sólo a las once y son las once menos cuarto. Con el balón sirviendo de combustible a sus pies, Toro corre y nuevamente deja que el viento lo despeine. Ya en la estación, son las once menos dos y el tren ha empezado su avance. Toro corre entre la gente, el balón lo guía, las mariposas azules aletean sin parar, los suspiros de azúcar le aclaran la garganta y los pétalos de flores le ayudan a mirar entre las ventanillas para encontrar a Tulipán. “¡Tulipán!” empieza a gritar Toro, y no le importa si la gente voltea a mirarle, si lo escucha Torete o si lo oye el Sr. Alegre. “¡Qué todos lo sepan!” parecen traducir sus gritos en cada llamado a la niña que lo ha besado.
El tren avanza cada vez más rápido, son las doce en punto y por la chimenea se escapan humos que parecen decir adiós a las personas que se quedan en la estación. Toro sigue corriendo y, cuando las piernas están a punto de fallarle, Tulipán se deja ver por una de las ventanillas, humedeciendo sus mejillas con lágrimas que salen de esos ojos que hasta el día anterior sólo botaban pétalos de flores. Toro detiene su carrera y se queda mirando a Tulipán. Instintivamente, arrastra los pies sobre el asfalto y patea el balón con todas sus fuerzas, éste entra por la ventanilla y termina en las manos de su compañera de carpeta, sorprendiendo a Torete, al Sr. Alegre y sobretodo a la niña. El padre de Tulipán mira el balón y lo reconoce en el acto, es la pelota profesional que le entregó al Sr. Baca, por ser el mejor trabajador del mes en el Estadio Nacional que, hasta el día de ayer, el Sr. Alegre regentaba. De inmediato, el padre de Tulipán hace que el tren se detenga aduciendo una emergencia personal. Desde afuera, Toro se ensordece un poco con el sonido del tren frenando sobre los rieles, pero aún medio sordo, llega a escuchar el latido de su corazón que golpea su pecho buscando salirse. Una vez detenidos los vagones, el Sr. Alegre baja con la pelota en la mano y se encuentra cara a cara con Toro. “Creo que esto es tuyo”, le dice. Toro se mantiene en silencio. “Alguien quiere despedirse de ti”, agrega. En ese momento, por detrás de Torete, que también ha bajado del tren, aparece Tulipán, que se acerca a Toro y le entrega el balón que su papá acaba de darle. Como la última vez que se vieron en el parque, Toro no es capaz de articular frase alguna y, nuevamente, es Tulipán quien rompe el silencio diciendo “Tienes los ojos amarillos, Juan Baca”. Con un abrazo largo, Toro rodeó a Tulipán como el día que se prendió del roble para rescatar la pelota de fútbol atrapada en la copa. Una lágrima llegó a la comisura de los labios de Tulipán, era una lágrima de Toro. Tulipán lo besó en la mejilla y suspiró dejando sentir, por última vez, el aire azucarado que de ella brotaba. “Te quiero”, dijo Juan Baca. “Te quiero más” dijo Tulipán Alegre y tomó la mano de Torete para subir al tren.
No se volvieron a ver nunca, pero, hasta el día de hoy, Toro recuerda a Tulipán cuando huele el dulce del algodón de azúcar y Tulipán recuerda a Toro cuando el sol brilla muy fuerte, regalándole un destellante e inconfundible color amarillo.
2 comentarios:
Love it!!
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